Monday, June 29, 2009

Ariadna se interroga en ausencia de Teseo

Por Adriana Herrera Téllez

Sólo después de un combate a oscuras, desgarrada por la duda, Ariadna entregó al héroe el hilo que conducía a la salida del laberinto. No había apurado aún hasta el fondo la copa de vino rojo que le ofrecía, pero lo había visto caminar descalzo marcando su pie sobre las rocas, haciendo saltar chispas de color bronce en la oquedad del tiempo y quería beberse su voz, deslizarse por su garganta, reconocer sus manos de varón, palpar sus dedos sobre ella, descender con él hasta no sabía qué reino buscando el lecho de ríos que no tuvieran nombre.

Dispuesta a aventurarse con él –aún sin mapas ni rutas definidas- hasta el fondo de la noche, había traicionado su propio secreto y el de todos los suyos para encontrarse al fin de pie en el puerto, dispuesta a remontar a su lado las aguas más hondas, esos reinos mar adentro donde la ardiente transparencia enciende la carne.

Había transgredido todas las leyes para irse con él, en espera de que esa sola palabra, más poderosa que la lengua de los ángeles, brotara de la boca de Teseo en la que ella se hundía tibiamente hasta la oscuridad sin fondo.

¿Acaso importaba ahora que él no la hubiera pronunciado nunca si a fin de cuentas una y otra noche en la travesía hasta Naxos, ella había resurgido de su extravío con el grito de gozo de la nadadora que emerge desde lo más profundo y se reconoce por primera vez a sí misma?

Ariadna había recorrido el laberinto y sus espejos buscando su silueta de Minotauro como si fuera el anverso de su sombra, la prolongación de su propio cuerpo. A menudo se detenía siguiendo un tácito código, señales que provenían del aliento turbio del toro y que parecían agudizar en ella la sensación de que a base de postergaciones –alivianando la prisa con la que se acercaba a él- podría dominar el peligro.

Acaso habría sido mejor que siguiera desde el principio las precipitaciones de sus propias corrientes, el vértigo que el Minotauro le imponía a su sangre.

Acaso tampoco habría bastado.

Cuando entró al fin en el último círculo del laberinto no tenía ya ningún secreto que revelarle, Ninguna muerte que ofrendar, ningún conjuro para liberarlo.

Descubría que era extranjera –había estado tocada por la pasión del ateniense- y que otra mujer que tenía su mismo nombre había desenrollado ya el ovillo. No para que héroe alguno hundiera el acero en el cuello poderoso del toro, sino para adentrarse ella misma hasta el vertiginoso centro, despojarlo de la máscara de la bestia e ir tras él al festín del amor que retorna a la inocencia.

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